Señores Congresales:
Reivindico el honor de ser camarada
vuestro. […]
Pertenecemos a esta misma
generación que podríamos llamar “la de 1914”,
y cuya pavorosa responsabilidad alumbra el
incendio de Europa. La anterior,
se adoctrinó en el ansia poco escrupulosa
de la riqueza, en la codicia miope,
en la superficialidad cargada de hombros,
en la vulgaridad plebeya, en el
desdén por la obra desinteresada, en las
direcciones del agropecuarismo
cerrado o de la burocracia apacible y
mediocrizante.
[…]
Entonces, se alzaron altas las voces.
Recuerdo la de Rojas: lamentación
formidable, grave reclamo para dar
contenido americano y para infundirle
carácter, espíritu, fuerza interior y
propia al alma nacional; para darnos
conciencia orgánica de pueblo. El
centenario del año 10 vino a
proporcionarle razón. Aquella no fue la
alegría de un pueblo sano bajo el sol
de su fiesta. Fue un tumulto babélico; una
cosa triste, violenta, oscura.
El Estado, rastacuero, fue quien nos dio la
fiesta. Es que existía una
verdadera solución de continuidad entre
aquella democracia romántica y
esta plutocracia extremadamente sórdida.
Nuestro crecimiento no era el
resultado de una expansión orgánica de las
fuerzas, sino la consecuencia de
un simple agregado molecular, no
desarrollo, y sí yuxtaposición. Habíamos
perdido la conciencia de la personalidad.
[…]
Dos cosas –en América y, por consiguiente,
entre nosotros– faltaban:
hombres y hombres americanos. Durante el
coloniaje fuimos materia de
explotación; se vivía sólo para dar a la
riqueza ajena el mayor rendimiento.
En nombre de ese objetivo se sacrificó la
vida autóctona, con razas y
civilizaciones; lo que no se destruyó en
nombre del Trono se aniquiló en
nombre de la Cruz. Las hazañosas empresas
de ambas instituciones –la civil
y la religiosa– fueron coherentes.
Después, con escasas diferencias, hemos
seguido siendo lo mismo: materia de
explotación. Se vive sin otro ideal, se
está siempre de paso y quien se queda lo
admite con mansa resignación. Es
ésta la posición tensa de la casi
totalidad del extranjero y esa tensión se
propaga por contagio imitativo a los
mismos hijos del país. De consiguiente,
erramos por nuestras cosas, sin la
libertad y sin el desinterés y sin “el amor
de amar” que nos permita comprenderlas.
Andamos entonces, por la tierra
de América, sin vivir en ella. Las nuevas
generaciones empiezan a vivir en
América, a preocuparse por nuestros
problemas, a interesarse por el
conocimiento menudo de todas las fuerzas
que nos agitan y nos limitan, a
renegar de literaturas exóticas, a medir
su propio dolor, a suprimir los
obstáculos que se oponen a la expansión de
la vida en esta tierra, a poner
alegría en la casa, con la salud y con la
gloria de su propio corazón.
Esto no significa, por cierto, que nos
cerremos a la sugestión de la cultura
que nos viene de otros continentes.
Significa sólo que debemos abrirnos a
la comprensión de lo nuestro.
Señores: la tarea de una verdadera
democracia no consiste en crear el mito
del pueblo como expresión tumultuaria y
omnipotente. La existencia de la
plebe y en general la de toda la masa
amorfa de ciudadanos está indicando,
desde luego, que no hay democracia.
Se suprime la plebe tallándola en hombres.
A eso va la democracia. Hasta
ahora –dice Gasset– la democracia aseguró
la igualdad de derechos para lo
que en todos los hombres hay de igual.
Ahora se sienta la misma urgencia
en legislar, en legitimar lo que hay de
desigual entre los hombres.
¡Crear hombres y hombres americanos, es la
más recia imposición de esta
hora! […] Por vuestros pensamientos pasa,
silencioso casi, el porvenir de la
civilización del país. Nada menos que eso,
está en vuestras manos, amigos
míos.
En primer término, el soplo democrático
bien entendido. Por todas las
cláusulas circula su fuerza. En segundo
lugar, la necesidad de ponerse en
contacto con el dolor y la ignorancia del
pueblo, ya sea abriéndole las
puertas de la Universidad o desbordándola
sobre él. Así, al espíritu de la
nación lo hará el espíritu de la
Universidad. Al espíritu del estudiante, lo
hará la práctica de la investigación, en
el ejercicio de la libertad, se
levantará en el “stadium”, en “el
auditorium”, en las “fraternidades” de la
futura república universitaria. En la
nueva organización democrática no
cabrán los mediocres con su magisterio
irrisorio. No se les concibe. En los
gimnasios de la antigua Grecia, Platón
pasaba dialogando con Sócrates.
Naturalmente, la universidad con que
soñamos no podrá estar en las
ciudades. Sin embargo, acaso todas las
ciudades del futuro sean
universitarias; en tal sentido las
aspiraciones regionales han hallado una
justa sanción. Educados en el espectáculo
fecundo de la solidaridad en la
ciencia y en la vida; en los juegos
olímpicos, en la alegría sana; en el amor
a las bellas ideas; en el ejercicio que
aconsejaba James: ser
sistemáticamente heroicos en las pequeñas
cosas no necesarias de todos
los días; y por sobre todo, en el afán –
sin emulación egoísta – de
sobrepasarse a sí mismos, insaciables de
saber, inquietos de ser, en medio
de la cordialidad de los hombres.
Señores congresales: No nos desalentemos.
Vienen – estoy seguro – días
de porfiados obstáculos. Nuestros males,
por otra parte, se han derivado
siempre de nuestro modo poco vigoroso de
afrontar la vida. Ni siquiera
hemos aprendido a ser pacientes, ya que
sabemos que la paciencia sonríe a
la tristeza y que “la misma esperanza deja
de ser felicidad cuando la
impaciencia la acompaña”.
No importa que nada se consiga en lo exterior si por dentro hemos conseguido
mejoramos. Si la jornada se hace áspera no
faltarán seños que alimentar; recordemos
para el alivio del camino las
mejores canciones, y pensemos otra vez en
Ruskin para decir: ningún
sendero que lleva a ciencia buena está
enteramente bordeado de lirios y
césped; siempre hay que ganar rudas
pendientes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario